Noticia Permiso para fallar: la importancia del fracaso

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Todos cometemos errores: así es como aprendemos a no cometerlos de nuevo.


La cultura del éxito en la que vivimos no nos prepara para fracasar: en las escuelas, se hacen competencias y se les concede un premio a cada niño para que no tengan que lidiar con la noción de "perder", y cuando somos adultos, se nos dice que "fracasar no es una opción". Lamentablemente, es posible que de este modo estemos bloqueando nuestras verdaderas posibilidades de triunfar.

Aprender a fallar es parte importante del proceso de tener éxito. Según Angela Duckworth, profesora de psicología de la Universidad de Pensilvania, el éxito académico tiene poco que ver con los dones y capacidades naturales de una persona y mucho que ver con su motivación y con lo que los académicos anglosajones denominan "grit", un término que podríamos traducir aproximadamente como "firmeza de carácter". Esta persistencia, nos dicen los investigadores, sólo puede alcanzarse si sabemos cómo enfrentar el fracaso y seguir adelante.

Carol Dweck explica que los seres humanos podemos tener dos tipos básicos de mentalidades, "mentalidad fija" o "mentalidad de crecimiento". Una "mentalidad fija" es aquella que asume que nuestras capacidades y personalidad no pueden ser cambiados de manera significativa, y por ende, nuestro éxito será una expresión de esas capacidades y cómo se miden contra unos estándares que también son fijos. La "mentalidad de crecimiento", por el contrario, cree que nuestras capacidades pueden ser ampliadas y modificadas, y por ello ve el fracaso como una oportunidad de crecer, en lugar de verlo como una expresión de nuestras limitaciones innatas. Evidentemente, estas dos mentalidades guardan estrecha relación con la manera en la que reaccionamos al éxito y al fracaso, y por ende con nuestra capacidad para ser felices.

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La mentalidad de crecimiento crea una pasión por aprender, en vez de fomentar un deseo desmedido de aprobación externa. Esto significa que las personas que adoptan esta manera de ver la vida, realmente no se ven a sí mismos como fracasados cuando fallan. Dweck señala:


¿Por qué perder el tiempo probando una y otra vez lo grandioso que eres, cuando podrías estar mejorándote a ti mismo? ¿Por qué esconder tus deficiencias en lugar de vencerlas? ¿Por qué buscar amigos o compañeros que sólo eleven tu autoestima, en vez de aquellos que también te reten a crecer? ¿Y por qué buscar lo que ha sido probado como cierto, en lugar de buscar experiencias que te exijan el máximo esfuerzo?

Entre otras cosas, la manera en la que los niños son educados afectará el modo en el que se enfrentan al fracaso. Según un estudio de la universidad de Stanford, alabar constantemente los talentos, la inteligencia y otras capacidades de los niños puede generar una autoestima positiva, pero les hará colapsar ante la primera experiencia de fracaso que deban enfrentar, desmoralizándolos y haciendo más difícil que quieran volver a intentar algo en lo que puedan fallar. Es decir, alabar las capacidades innatas de un niño lleva a una mentalidad fija, mientras que alabar su esfuerzo y su trabajo duro modifica el foco de atención a la conducta en lugar de la habilidad, generando así una mentalidad más resistente: la "firmeza de carácter" a la que nos referíamos antes, la capacidad de persistir ante el fracaso.

Si bien lidiar con el fracaso no deja nunca de ser difícil, dejar de verlo como una manifestación de nuestros defectos y empezar a verlo, en su lugar, como parte de un proceso de aprendizaje nos permitirá separarnos de las nociones de vergüenza y humillación que constantemente vinculamos a la experiencia de fracasar. Nadie piensa que un bebé que se cae al dar los primeros pasos nunca aprenderá a caminar. Del mismo modo en que no debemos ser injustos con los niños al no permitirles aprender del fracaso y al forzarles a ver sus fallos (inevitables) como evidencia de que son incapaces, deberíamos también ser justos con nosotros mismos, y comprender que el proceso de aprendizaje no termina nunca.

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