El arcade es, de entre todos los géneros videolúdicos, el que más se aproxima a la primera concepción que tuve del videojuego. Un entretenimiento rápido que proporciona satisfacción inmediata, in crescendo conforme aumentan los puntos obtenidos. Obras de mecánicas circulares, concebidas para partidas lacónicas, que no exigen demasiado, pero a las que les entregas tu mismísima alma. Frecuenté los casinos de Pokémon hasta confundirlos con mi hogar y ahora, creyéndome inmune a lo adictivo del arcade, me embriago en el Valhalla que aguarda a quienes superan Lichtspeer.
La ópera prima de Lichthund llega a Switch con una Double Speer Edition cuya base lúdica es la misma que la de sus versiones para PlayStation 4, PS Vita y PC. Como añadido, el control está adaptado a las posibilidades de la híbrida y cuenta con un modo cooperativo en el que ensartar pingüinos vikingos en compañía. Por sus características, como título de consumo rápido y puntual, es idóneo para repartir los Joy-Con con otro usuario en el modo tableta. Aquellos Lichtmeisters que no se conformen con el reto que plantea el modo normal gozarán de más dificultad en las modalidades Nueva partida + y Rage Quit.
Como jugador, recurro a Lichtspeer por lo mismo que el dios nórdico que abre el título nos encomienda una lanza láser: por diversión. Un entretenimiento primitivo, que apela al pique contra uno mismo. Ensartar hordas de zombis entrajetados y demás monstruos hipsters a ritmo de EDM proporciona un placer instantáneo. Ese es el perturbador híbrido lúdico con el que Rafal Zaremba y Bartek Pieczonka, miembros del estudio polaco, buscaron remozar el arcade clásico con elementos visuales y sonoros de la época moderna. El resultado es un videojuego ágil, que huye de las tediosas pantallas de carga y apuesta por una jugabilidad casi permanente. Aunque sea por inercia, es imposible no pulsar el botón para iniciar un último intento y abatanar a cinco feroces hordas consecutivas.
Lichtspeer es maravillosamente simple en lo mecánico. Apuntar, lanzar y accionar los ataques especiales cuando el juego te dé un respiro. No hay más finalidad que atravesar a una monstruosa miscelánea para regocijo de una deidad sádica. Aberraciones vienen, láseres fucsias van. Incluso aunque se indique la trayectoria del disparo, pocas veces un solo movimiento genera tantas complicaciones. Este indie castiga cualquier error en el cálculo de la trayectoria: una lanza perdida es una víscera menos. Y Lichtspeer se enorgullece de su dificultad y de que su aprendizaje se fundamente en el ensayo y el error constante. Es una obra autoconsciente de su mala leche que incluso advierte del cruel destino que aguarda al jugador. Morirás. Mucho.
Los videojuegos monomecánicos suelen recurrir a la variedad de situaciones para evitar el hastío inmediato. Lichtspeer hace lo propio y coloca al guerrero que encarnamos en cualquier punto del escenario, lo que influye en la trayectoria que recorrerá el láser rosado antes de impactar contra algún mamífero suicida. Asimismo, el tiempo que pulsemos el botón de disparo o la altura de la parábola también influyen en el devenir de la lanza. La obra de Zaremba y Pieczonka apenas brinda unos segundos para adaptarse a situaciones y enemigos muy distintos. Su creación exige reflexionar sobre los monstruos que acechan y sus patrones para no perecer al poco de empezar. Los más pesados tardan más en llegar, por lo que quizá convenga priorizar a los más ligeros. O a los voladores. O a los que lanzan proyectiles. Caos. Muerte. Otra vez.
Pese a que mi descripción presente un juego estático, Lichtspeer es frenético. La pandilla de aberraciones que acosa al protagonista acude voraz y rauda por mar, tierra y aire. No hay otra vía para superar el compendio de fases que apuntar a todos lados sin descanso y con una precisión quirúrgica. Fallar es firmar una sentencia mortal, ya que el dios que nos observa para su divertimento sancionará cada error con una regañina que, de suceder en tres ocasiones seguidas, aturdirá al guerrero. En un arcade en el que el tiempo es oro, toda pausa forzosa es letal. Un trío de erratas puede antojarse puntual e incluso digno del peor día de Dean Takahashi, pero ocurre con frecuencia. Las abominaciones hipsters que pueblan los mundos de Lichtspeer tan solo necesitan un lapsus para acercarse lo suficiente y enervar al jugador más hábil. Entonces, habrá que replantear las prioridades y decidir, apuntar y disparar al siguiente objetivo en décimas de segundo. Tiempo insuficiente la mayoría de veces, lo que causará que el último láser vuele desesperado. Entonces, en ese momento de pura angustia, los puntos o los logros ya no importan. Solo querrás sobrevivir. Lástima, otro yerro. Muerto de nuevo. Joder.
Pero no trasciende la diversión esporádica. El planteamiento de Lichtspeer es bueno y está correctamente ejecutado, pero deviene en repetitivo a las pocas partidas y no es un videojuego que revisitar en solitario, salvo para superar récords. Todo lo inteligente y pulido de sus mecánicas se pierde por jefes anodinos, un diseño de niveles abigarrado y personajes principales que, aunque cumplen como marionetas, no muestran un ápice de carisma que invite a repetir una fase por quinta vez para ayudarles en su matanza musical. En ese sentido, Lichtspeer es un orgasmo frustrado; una suerte de casa asentada sobre cimientos muy sólidos, pero con un acabado paupérrimo.
Eso sí, lo que más lamento es que Rafal Zaremba y Bartek Pieczonka no hayan conjugado la vertiente musical con la mecánica. Es una lástima que un juego que quiere replantear el arcade clásico a partir de, eminentemente, la música moderna no combine el lanzamiento del láser rosado con el electro que resuena. Disparar la lanza implica seguir un ritmo y, de casar con la EDM, podría variar en función de la velocidad de los enemigos y la melodía. Estoy convencido de que el resultado sería mucho más satisfactorio, como lo fueron Patapon o los minijuegos de Rhythm Paradise. Lo que tenemos —lo que cuenta— es una buena idea que perfeccionar en una entrega que aporte algo más que un modo cooperativo.
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La ópera prima de Lichthund llega a Switch con una Double Speer Edition cuya base lúdica es la misma que la de sus versiones para PlayStation 4, PS Vita y PC. Como añadido, el control está adaptado a las posibilidades de la híbrida y cuenta con un modo cooperativo en el que ensartar pingüinos vikingos en compañía. Por sus características, como título de consumo rápido y puntual, es idóneo para repartir los Joy-Con con otro usuario en el modo tableta. Aquellos Lichtmeisters que no se conformen con el reto que plantea el modo normal gozarán de más dificultad en las modalidades Nueva partida + y Rage Quit.
Como jugador, recurro a Lichtspeer por lo mismo que el dios nórdico que abre el título nos encomienda una lanza láser: por diversión. Un entretenimiento primitivo, que apela al pique contra uno mismo. Ensartar hordas de zombis entrajetados y demás monstruos hipsters a ritmo de EDM proporciona un placer instantáneo. Ese es el perturbador híbrido lúdico con el que Rafal Zaremba y Bartek Pieczonka, miembros del estudio polaco, buscaron remozar el arcade clásico con elementos visuales y sonoros de la época moderna. El resultado es un videojuego ágil, que huye de las tediosas pantallas de carga y apuesta por una jugabilidad casi permanente. Aunque sea por inercia, es imposible no pulsar el botón para iniciar un último intento y abatanar a cinco feroces hordas consecutivas.
Lichtspeer es maravillosamente simple en lo mecánico. Apuntar, lanzar y accionar los ataques especiales cuando el juego te dé un respiro. No hay más finalidad que atravesar a una monstruosa miscelánea para regocijo de una deidad sádica. Aberraciones vienen, láseres fucsias van. Incluso aunque se indique la trayectoria del disparo, pocas veces un solo movimiento genera tantas complicaciones. Este indie castiga cualquier error en el cálculo de la trayectoria: una lanza perdida es una víscera menos. Y Lichtspeer se enorgullece de su dificultad y de que su aprendizaje se fundamente en el ensayo y el error constante. Es una obra autoconsciente de su mala leche que incluso advierte del cruel destino que aguarda al jugador. Morirás. Mucho.

Los videojuegos monomecánicos suelen recurrir a la variedad de situaciones para evitar el hastío inmediato. Lichtspeer hace lo propio y coloca al guerrero que encarnamos en cualquier punto del escenario, lo que influye en la trayectoria que recorrerá el láser rosado antes de impactar contra algún mamífero suicida. Asimismo, el tiempo que pulsemos el botón de disparo o la altura de la parábola también influyen en el devenir de la lanza. La obra de Zaremba y Pieczonka apenas brinda unos segundos para adaptarse a situaciones y enemigos muy distintos. Su creación exige reflexionar sobre los monstruos que acechan y sus patrones para no perecer al poco de empezar. Los más pesados tardan más en llegar, por lo que quizá convenga priorizar a los más ligeros. O a los voladores. O a los que lanzan proyectiles. Caos. Muerte. Otra vez.
Pese a que mi descripción presente un juego estático, Lichtspeer es frenético. La pandilla de aberraciones que acosa al protagonista acude voraz y rauda por mar, tierra y aire. No hay otra vía para superar el compendio de fases que apuntar a todos lados sin descanso y con una precisión quirúrgica. Fallar es firmar una sentencia mortal, ya que el dios que nos observa para su divertimento sancionará cada error con una regañina que, de suceder en tres ocasiones seguidas, aturdirá al guerrero. En un arcade en el que el tiempo es oro, toda pausa forzosa es letal. Un trío de erratas puede antojarse puntual e incluso digno del peor día de Dean Takahashi, pero ocurre con frecuencia. Las abominaciones hipsters que pueblan los mundos de Lichtspeer tan solo necesitan un lapsus para acercarse lo suficiente y enervar al jugador más hábil. Entonces, habrá que replantear las prioridades y decidir, apuntar y disparar al siguiente objetivo en décimas de segundo. Tiempo insuficiente la mayoría de veces, lo que causará que el último láser vuele desesperado. Entonces, en ese momento de pura angustia, los puntos o los logros ya no importan. Solo querrás sobrevivir. Lástima, otro yerro. Muerto de nuevo. Joder.

Pero no trasciende la diversión esporádica. El planteamiento de Lichtspeer es bueno y está correctamente ejecutado, pero deviene en repetitivo a las pocas partidas y no es un videojuego que revisitar en solitario, salvo para superar récords. Todo lo inteligente y pulido de sus mecánicas se pierde por jefes anodinos, un diseño de niveles abigarrado y personajes principales que, aunque cumplen como marionetas, no muestran un ápice de carisma que invite a repetir una fase por quinta vez para ayudarles en su matanza musical. En ese sentido, Lichtspeer es un orgasmo frustrado; una suerte de casa asentada sobre cimientos muy sólidos, pero con un acabado paupérrimo.
Eso sí, lo que más lamento es que Rafal Zaremba y Bartek Pieczonka no hayan conjugado la vertiente musical con la mecánica. Es una lástima que un juego que quiere replantear el arcade clásico a partir de, eminentemente, la música moderna no combine el lanzamiento del láser rosado con el electro que resuena. Disparar la lanza implica seguir un ritmo y, de casar con la EDM, podría variar en función de la velocidad de los enemigos y la melodía. Estoy convencido de que el resultado sería mucho más satisfactorio, como lo fueron Patapon o los minijuegos de Rhythm Paradise. Lo que tenemos —lo que cuenta— es una buena idea que perfeccionar en una entrega que aporte algo más que un modo cooperativo.
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