Noticia El problema de la ciencia en España tiene más de 300 años

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Con la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado para 2016, la ciencia en España retrocede una década. ¿No apostar por la investigación es fruto de la crisis económica, o por contra responde a una tendencia histórica heredada durante siglos?


¿Por qué nuestro país no invierte en investigación? Tras la presentación de los Presupuestos Generales del Estado para 2016, resulta conveniente preguntarse por qué, al contrario que otras regiones de nuestro entorno, la ciencia en España parece condenada al ostracismo político. ¿Responde esta visión cortoplacista de la I+D a una tendencia histórica heredada durante siglos o es simplemente fruto de la crisis económica?

Para contestar a esta pregunta, debemos realizar un viaje en el tiempo. Iniciaremos nuestro recorrido histórico a finales del siglo XVII, unos años antes de la llegada de la Ilustración. Pero la antesala del Siglo de las Luces no será nuestra única parada. La generación del 98, el Nobel de Cajal de 1906 o la II República son otros períodos de la historia que ayudan a entender la situación actual de la ciencia en España.

El movimiento de los novatores


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Universitat de València

Cuando Juan de Cabriada publicó la Carta filosofica-medico-chemica en 1687, poco imaginaba el médico valenciano que aquella obra marcaría el inicio de una nueva forma de entender la ciencia en España. Siete años antes, Francisco Gutiérrez de los Ríos había escrito El Hombre Práctico o Discursos sobre su Conocimiento y Enseñanza, un libro inicialmente concebido como un manual de pedagogía que pronto se convertiría en símbolo de la corriente preilustrada que apareció en el país.

El también conocido como movimiento de los novatores se erige a finales del siglo XVII, rechazando el escolasticismo y la filosofía aristótelica. El propio Cabriada decía que "es regla asentada y máxima cierta en toda medicina, que ninguna cosa se ha de admitir por verdad en ella, ni en el conocimiento de las cosas naturales, si no es aquello que ha mostrado ser cierto la experiencia, mediante los sentidos exteriores". El valenciano apostaba así por la razón humana en contra de la ignorancia, la superstición o la tiranía que habían caracterizado los años anteriores.

Los novatores denunciaron el retraso científico de EspañaComo explican Àlvar Martínez Vidal y José Pardo Tomás, "la renovación científica no tuvo su punto de partida en la obra de Feijoo o en la llegada de los Borbones". Fue una minoría de médicos, matemáticos y filósofos los que, convencidos del atraso histórico de España, apostaron por la incorporación del país a la modernidad que brindó la Ilustración. El pulso de los novatores en contra de la escolástica que habitaba en las universidades se tradujo finalmente en una victoria de las corrientes religiosas frente a los pensadores preilustrados.

Porque al contrario de lo que sucedió años después en el resto de Europa, los transformadores españoles recibieron el nombre de novatores como denominación peyorativa. En 1714, Fray Francisco Palanco publicó Dialogus physico-theologicus contra philosophiae novatores, sive thomistas contra atomistas, una obra en la que se desprestigiaba a los novatores que buscaban asimilar la ciencia moderna, con el objetivo, según el religioso, de evitar a toda costa el finis Hispaniæ. La historia de la ciencia en España, en cierta medida, puede ser interpretada como un eterno pulso entre aquellos que buscaron transformar el país y los que pelearon por mantener a la sociedad anclada en la tradición religiosa, cultural o política.

La ciencia y la vida


La tradición es la que también explica la fobia que sintieron algunos intelectuales de la talla de Baroja o Unamuno ante el desarrollo científico. Un miedo que, con toda probabilidad, sea también heredero del triunfo de las corrientes religiosas frente a los novatores. Aunque Pío Baroja publicó El árbol de la ciencia en 1911, la historia de Andrés Hurtado se desarrolla en el Madrid de finales del siglo XIX. Recogiendo el guante de los novatores, el escritor vasco pone en boca del estudiante de Medicina algunas reflexiones sobre la investigación española. Dice, por ejemplo, que "sin duda faltaban laboratorios, talleres para seguir el proceso evolutivo de una rama de la ciencia; sobraba también un poco de Sol, un poco de ignorancia y bastante de la protección del Santo Padre, que generalmente es muy útil para el alma, pero muy perjudicial para la ciencia y para la industria".La desconfianza y el pesimismo sobre el progreso científico caracterizan también los inicios del siglo XX

Baroja alude así a la influencia de la religión sobre el pensamiento, una característica que forma parte del núcleo de la novela, en la que el protagonista se debate entre el árbol de la ciencia y el árbol de la vida. El pesimismo de Hurtado puede interpretarse también desde un cierto simbolismo con el libro del Génesis, en el que Adán y Eva muerden la manzana del árbol del conocimiento, siendo expulsados luego del paraíso.

Pero Baroja no es el único escritor que interpreta el árbol de la ciencia desde una perspectiva negativa. El mismísimo Miguel de Unamuno refleja también la tecnofobia y la animadversión hacia la ciencia de buena parte de la sociedad española. La desconfianza en el avance y el progreso científico, cuyas raíces podrían situarse en la oposición a los novatores del siglo XVII, también se encuentran en la obra del que fuera rector de la Universidad de Salamanca.

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Fue Unamuno el que pronunció la famosa frase del "¡Que inventen ellos!" Lejos de criticar las políticas científicas de la época, representa una burla a los investigadores y pedagogos que "luchan por clasificar lo inclasificable, que creen captar con sus métodos y fórmulas el secreto de la vida, alejándose cada vez más de ella", cuenta Julia Barella. En otras palabras, Unamuno no reprochaba el retraso científico existente en España, sino que mostraba una sorprendente indiferencia hacia las invenciones y cambios tecnológicos de la época.

Como relata Josep Eladi Baños en la revista Quark, Unamuno no pronunció la famosa frase del "¡Que inventen ellos!", sino que la recogió en el ensayo El pórtico del templo publicado en 1906. En esta obra el escritor refleja el pensamiento de otros intelectuales de la época, como Ganivet, Azorín o Maeztu, que en lugar de apostar por el progreso científico, desconfiaban de cualquier tipo de avance técnico.

Y de repente, Cajal


A pesar del oscurantismo que ha marcado en buena medida nuestra historia, varios pioneros supieron dar un poco de luz entre el pesimismo y la desconfianza hacia la ciencia en España. Entre ellos destaca el nombre de Santiago Ramón y Cajal, el investigador que a falta de medios contó con una agudeza sobresaliente, que le permitió cambiar para siempre el estudio del sistema nervioso.Ramón y Cajal ganó el Premio Nobel por sus estudios sobre el sistema nervioso

Para entender lo revolucionario que fue el trabajo de Cajal, por el que recibió el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1906, basta consultar las noticias de la época. Mientras que El Heraldo de Madrid dedicaba una escueta nota a la "laboriosidad sin límites" y a los "méritos extraordinarios con esa modestia patrimonio casi siempre del verdadero genio" del neurocientífico, otros periódicos aprovechaban el galardón para criticar y alabar a partes iguales el ingenio y la pereza de la sociedad española.

La Correspondencia, por ejemplo, decía que "España es un país de artistas: los meridionales engendran con su sol y sus tierras cálidas artistas y flores; la ciencia se repliega a los países del norte donde los hombres se encierran en el laboratorio y el despacho, porque el frío y la bruma despejan las calles de público". Tono muy diferente al que emplea El País, cuando publica que "por segunda vez el premio Nobel viene a demostrar que España no es un país tan desprovisto de hombres eminentes como muchos creen".

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Se refiere la editorial al galardón concedido dos años antes a José Echegaray. Pero la crítica sobre la sociedad es compartida por el propio Cajal, pues el investigador también dijo que "al carro de la cultura española le faltaba la rueda de la ciencia". Y a pesar de las tentativas del Gobierno por hacer ministro al navarro, ofrecimientos siempre rechazados, el neurocientífico sí trató de cambiar el panorama de la ciencia en España a principios de siglo.La Junta para la Ampliación de Estudio apostó por la ciencia española hasta su desaparición en 1939

Lo hizo como presidente de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE), institución impulsada en 1907 por Amalio Gimeno, entonces ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes. La entidad se convirtió en un faro de luz en medio del oscurantismo científico, que apostó de manera decidida por impulsar la educación y la investigación heredando los principios de la Institución Libre de Enseñanza.

La JAE representó la gran oportunidad española de salir de siglos de oscurantismo científico. Recogiendo el testigo del movimiento de los novatores, la Junta creó numerosos institutos de investigación, como el Centro de Estudios Históricos de Madrid dirigido por Menéndez Pidal, la Residencia de Estudiantes o el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales presidido por Cajal junto con Blas Cabrera. Este centro agrupaba a su vez al Museo de Ciencias Naturales, el Jardín Botánico o el Museo Antropológico e impulsó la actividad de estaciones como la de Santander, Guadarrama o Galicia. La Junta también apostó de manera decidida por la formación de los investigadores, que contaron con becas para trabajar tanto en España como en Europa o América.

Un sueño roto por la guerra


La llegada de la II República no cambió sustancialmente la política transformadora de la Junta para la Ampliación de Estudios. El liderazgo de Cajal permitió la recuperación de jóvenes cerebros como Juan Negrín, el neurocientífico que lideró la creación del Laboratorio de Fisiología General antes de dedicarse a la política -donde llegó a ser presidente del Gobierno en 1937-.

El propio Negrín mantenía una comunicación muy activa con José Castillejo, secretario de la JAE. Como cuenta José Ramón Alonso en su libro La nariz de Charles Darwin y otras historias de la neurociencia, el investigador pidió en una carta fechada el 15 de abril de 1931 que "le retuvieran 600 pesetas de sueldo para distribuirlas en módulos de 150 pesetas entre sus jóvenes colaboradores y discípulos". Entre aquellos becarios destacaban nombres como el de Severo Ochoa, Francisco Grande Covián o Blas Cabrera, a los que Negrín tenía en alta estima a juzgar por sus palabras:


"...Se trata de jóvenes médicos que llevan trabajando varios años con asiduidad y provecho en el Laboratorio. Todos han estado en el extranjero ampliando sus estudios. Ninguno ejerce la profesión médica y dedican exclusivamente sus actividades a la investigación y a la enseñanza."

Parece, por tanto, que ni la fuga de cerebros ni la baja remuneración de los científicos españoles es asunto contemporáneo, sino que se extiende décadas atrás en el tiempo. La muerte de Cajal en 1934, y especialmente, el golpe de estado de 1936 acabaron con el gran sueño de la ciencia española. En 1937, el general Franco decreta el cese de la Junta de Ampliación de Estudios, que había conseguido reunir en España a figuras de la talla de Albert Einstein, Paul Valéry, Marie Curie o Le Corbusier.

Como explicaba el historiador Manuel Castillo en El País, el gran sueño de la investigación española se derrumbó entre la metralla y las bombas. Pero la Guerra Civil no fue la única responsable de terminar con la JAE, sino que la dictadura franquista desmanteló por completo el precario sistema de ciencia, con el objetivo de "recristianizar la sociedad". La represión hizo que, de los 580 catedráticos que había en España por aquel entonces, 20 fueran asesinados, 150 expulsados y 195 se exiliaran.

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Entre los miles de personas que huyeron del país, destaca el nombre de uno de aquellos becarios de Negrín. Severo Ochoa, tras exiliarse primero a Alemania y Reino Unido, y finalmente a Estados Unidos, recibiría el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1959, tres años después de adoptar la nacionalidad del país norteamericano. A pesar de lo que contaron las crónicas de la época, la investigación española había perdido no sólo a Ochoa, sino a cientos de personas condenadas al exilio o a la muerte por la dictadura.

La democracia, ¿nueva oportunidad?


En los últimos años del franquismo, la ciencia en España comenzó a retomar el impulso que la caracterizó en el pasado. Uno de los eventos más importantes fue la decisión del ministro Villar-Palasí de construir un centro de investigación especializado en biología molecular, que sería dirigido de forma honoraria por Severo Ochoa. Como recuerda César de Haro, la construcción de esta institución mixta se inició en la década de los setenta, pero dos años después, el cese de Villar-Palasí provocó la paralización de las obras.

En 2009, el presupuesto en ciencia alcanzó su cifra récord, superando los 9.600 millones de eurosOchoa se había jubilado de su puesto en la Universidad de Nueva York, con el objetivo de regresar a España. Pero de nuevo, los vaivenes políticos frenarían un proyecto que había sido financiado en parte gracias a los Fondos de la Cooperación Técnica con Estados Unidos. El Nobel retomaría su labor en el Instituto Roche de Biología Molecular, retrasando así su vuelta a España.

Ésta se produciría finalmente en 1986, cuando el investigador asturiano se incorporó plenamente al Centro de Biología Molecular Severo Ochoa. Aquel mismo año, el Congreso daría luz verde a la primera Ley de la Ciencia, que desarrolló de forma pionera el sistema español de I+D+i, renovado tras la puesta en marcha de la Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación en 2011. La entrada en Europa y el aumento de la inversión en investigación marcaron el retorno a una senda de la que jamás debimos salir.

El apoyo a la ciencia en España después de la Transición ha sido, sin embargo, intermitente. Durante el período 2006-2009, el presupuesto dedicado a I+D creció de forma espectacular, hasta alcanzar en 2009 la inversión récord de 9.661 millones de euros. La reducción progresiva de las partidas dedicadas a la ciencia se ha justificado por el azote de la crisis económica, pero una mirada atrás en el tiempo muestra que, por desgracia, la sociedad española no es dada a apostar por el progreso científico. Durante los últimos trescientos años, el país ha gozado de innumerables oportunidades para inclinarse, de manera decidida, por el espíritu que inspiró a los novatores. ¿Lo conseguirá algún día?

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