Noticia La frialdad de la violencia en 'Sicario'

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En su última película, el canadiense Dennis Villeneuve se atreve con los pormenores de la lucha contra el narcotráfico, sus métodos cuestionables y los extraños compañeros de viaje con que cuenta en ocasiones, y su resultado es un tanto frío e irregular.Si uno repasa la filmografía de este director, tras Un 32 août sur terre (1998), su sencilla ópera prima, y entre algunas decisiones como Enemy (2013), fallida adaptación de una novela de José Saramago que pudiera resultar extraña en él si uno no ha visto la excéntrica Maelstöm (2000), se topa con un inequívoco y marcado interés por relatar historias sobre los entresijos de la violencia social, no aquella que ejerce la sociedad en su conjunto contra los imprescindibles díscolos, sino la de esos elementos peligrosos que afectan con su brutalidad al resto de las personas y al funcionamiento de su entorno, a veces hasta condicionarlo por completo. Es lo que presenciamos en la digna Polytechnique (2009), en la necesaria Incendies (2010) y en la tremenda Prisoners (2013), cada una en su esfera y a su modo; y es la cara con la que nos volvemos a ver en Sicario, una película sobre la forma en que las fuerzas de seguridad estadounidenses se enfrentan a los cárteles de la droga.

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Los procedimientos de Villeneuve son habitualmente comedidos, pulcros, sosegados, sin ostentaciones de ninguna clase; y esta vez opta por seguir en esa línea, lejos de los ocasionales movimientos de cámara rápidos de Maelström, y en algún momento, por enseñar la interacción de dos personajes alejados en un inusitado plano general como ya le habíamos visto, por ejemplo, en Incendies, y por unos muy sensatos planos aéreos con los que se reconoce el terreno en que ocurre la acción. No se anima con piruetas de cámara como las que pudimos encontrar en algunas escenas de Polytechnique, y no es que suela darle tampoco a la inventiva en las transiciones, pero atractivos son los encuadres de vuelo de este filme, en los que sólo se ve la sombra del avión sobre la tierra, y aquel fijo de la brigada que se pone en camino para la operación que tanto perseguían, desapareciendo entre las sombras con el crepúsculo en el horizonte.La violencia está rodada y expuesta con desapego, como si la sangre, nada excesiva, y la muerte furiosa y súbita fuesen lo normal; quizá con la misma mirada de aquellos que viven allá donde se produce, esos lugares en los que están habituados a oír tiros cada día como si se tratase de un sonido más de la naturaleza, en los que la absurda pérdida de vidas humanas es tan incontrolable y se asume como un fenómeno meteorológico, y donde la rutina entre las comidas y los partidos deportivos de los chavales es la desaparición de algún miembro de la familia al que luego encuentran decapitado y suspendido de algún puente.

Pero ese desapego y esa absoluta serenidad con la que Villeneuve nos muestra la violencia, que es idéntica a la de nuestro sicario de tal forma que se diría que es él quien está tras las cámaras, se nos transmiten a los espectadores, que la contemplamos desapasionadamente, como quien ve en el noticiario el parte de los últimos sucesos trágicos a los que hace tiempo que todo el mundo se acostumbró.

Y eso que Villeneuve se esfuerza por intranquilizarnos, por que nos sintamos como Kate Macer, el personaje consternado de la correcta Emily Blunt, y no como Matt Graver, un Josh Brolin mecánico, que parece un entrenador de fútbol socarrón en su salsa, alguien que se siente tan frío ante esa violencia como nosotros, y ni mucho menos como el ambiguo Alejandro, un impecable Benicio del Toro que mide cada uno de sus gestos pero cuyo personaje, al contrario de lo que debería, no llega a fascinarnos en ningún momento por cuestiones de guion. Y en ese esfuerzo y ayudado sin duda por la banda sonora desasosegante de Jóhann Jóhannsson, el director cree que nos golpea con un inicio contundente, alza el ritmo en escenas como las de la frontera, nos extraña la vista alternando la visión durante la secuencia en el amenazante túnel o procura estremecernos con la inesperada venganza.


Pero no logra la implicación emocional como con las víctimas de la brutalidad política y religiosa de Incendies ni la que nos atenazó en Prisoners, y tampoco la violencia nos indigna como en el primer filme ni nos causa espanto como en el segundo, planteada en la forma de un verdadero dilema moral que en Sicario sólo se apunta y no resulta demasiado torturante, o como en el estallido psicótico de Polytechnique.

Villeneuve da una de cal en estos intentos y otra de arena desasiendo al espectador de la barbarie que ve, quizá también porque la mayoría de los que se convierten en fiambres durante el metraje son los malos, y su película se queda en una frialdad por la que, si bien en ningún momento podemos decir que resulte presuntuosa, lo cierto es que no perdurará en la memoria porque no se nos clava como una astilla insidiosa en el ánimo, y sólo despierta interés por conocer los métodos tanto de los narcotraficantes como de los cuerpos de seguridad estadounidenses que luchan a su manera contra ellos, además de cómo es esa bestia fronteriza llamada Ciudad Juárez.5.5En definitiva, a pesar del empeño de Denis Villeneuve para empujarnos a experimentar angustia ante la violencia del narcotráfico y de la falta de límites en la lucha contra él, únicamente logra que le atendamos por los detalles que nos enseña de ese turbio mundo, pero en ningún caso que lo que aparece en pantalla nos afecte emocionalmente.- El estilo pulcro del director, Denis Villeneuve - Algunos encuadres interesantes - La interpretación impecable de Benicio del Toro - Que despierta interés por los métodos de lucha contra los cárteles de la droga- El gran desapego con el que está expuesta la violencia - La grave falta de implicación emocional del espectador ante lo que presencia - Lo poco fascinante que resulta el personaje de Benicio del Toro por el guion - Que no perdurará en la memoria

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