En el universo gamer, siempre hablamos de lo que jugamos y atesoramos. Pero hay un subgénero de la nostalgia mucho más profundo: el de lo que perdimos. La mayoría de nosotros puede nombrar con exactitud ese cartucho de Game Boy que se fue con un amigo, ese CD de PlayStation que se rayó fatalmente, o la caja de juego de PC que desapareció tras una mudanza.
Es el «juego que dejé y nunca regresó», una historia tan común en la comunidad como la eterna discusión sobre la mejor consola. Lo curioso es que, en retrospectiva, el valor de ese juego no está en el código, sino en el recuerdo borroso y la imposibilidad de completarlo.
El sentimiento de pérdida se clasifica en tres categorías que explican por qué estos juegos son tan difíciles de superar:
Esta es la forma más común y dolorosa, ligada a las amistades de la infancia o la adolescencia. Es la trama más habitual: la confianza adolescente. Prestas tu Pokémon Edición Cristal a un compañero de clase que se muda al mes siguiente, o tu amigo se lleva el disco de Ocarina of Time a casa y, con el tiempo, esa amistad se desvanece, y el juego con ella.
El valor del cartucho se multiplica exponencialmente porque está ligado a una conexión humana perdida. El juego se convierte en el ancla de un vínculo que ya no existe. Recuperar el juego hoy no es solo cuestión de dinero; es imposible recuperar esa etapa o a esa persona.
Aquí entra el factor económico y la ignorancia adolescente. Vendimos la colección de juegos de GameCube para comprar la PS3, o desestimamos el valor de las cajas originales y los manuales. Hoy, vemos cómo copias completas de juegos como Fire Emblem: Path of Radiance o el primer Xenoblade Chronicles se cotizan a precios absurdos.
No es un problema de no poder comprar el juego de nuevo; de hecho, muchos de esos clásicos están disponibles digitalmente en la nueva consola (consulta aquí la lista completa y actualizada de juegos de Nintendo 64 en Nintendo Switch 2), pero es el arrepentimiento de haber tenido el tesoro en nuestras manos y haberlo desechado por una decisión precipitada. Es la parábola del valor que solo se aprecia cuando se pierde.
Este fenomeno es moderno y a menudo el más frustrante, ya que el juego existe, pero está bloqueado por decisiones empresariales o tecnológicas. Esto es lo que se asemeja al fenómeno con los libros descatalogados: la discontinuidad.
Juegos que existieron solo en formato digital y que fueron retirados de las tiendas, haciéndolos imposibles de conseguir para las nuevas generaciones. El caso más famoso es el de P.T., la demo jugable de Silent Hills, que se convirtió en una leyenda de culto por haber sido borrada de las tiendas de PlayStation. En Nintendo, lo vemos con juegos del Canal WiiWare o DSiWare que no llegaron a la eShop de Switch, o licencias que simplemente desaparecen. El juego no se pierde, sino que la puerta de acceso se sella para siempre.
¿Por qué ese juego perdido nos atormenta más que uno que sí tenemos en la estantería?
La clave es la idealización. Al ser inaccesible, el juego perdido nunca tuvo la oportunidad de decepcionarnos. Recordamos sus mejores momentos, sus gráficos pioneros o esa sensación de misterio que aún no habíamos resuelto. El juego se mantiene en nuestra memoria como un símbolo de una época o una amistad idealizada. No es un juego; es una cápsula del tiempo que nos recuerda la fragilidad de nuestras posesiones y la fugacidad de las conexiones de nuestra juventud. Es la prueba de que, a veces, el juego más valioso no es el que terminamos, sino el que nos obligaron a dejar a medias.
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Es el «juego que dejé y nunca regresó», una historia tan común en la comunidad como la eterna discusión sobre la mejor consola. Lo curioso es que, en retrospectiva, el valor de ese juego no está en el código, sino en el recuerdo borroso y la imposibilidad de completarlo.

Las tres vías de la pérdida irreparable
El sentimiento de pérdida se clasifica en tres categorías que explican por qué estos juegos son tan difíciles de superar:
La pérdida social: el cartucho prestado
Esta es la forma más común y dolorosa, ligada a las amistades de la infancia o la adolescencia. Es la trama más habitual: la confianza adolescente. Prestas tu Pokémon Edición Cristal a un compañero de clase que se muda al mes siguiente, o tu amigo se lleva el disco de Ocarina of Time a casa y, con el tiempo, esa amistad se desvanece, y el juego con ella.
El valor del cartucho se multiplica exponencialmente porque está ligado a una conexión humana perdida. El juego se convierte en el ancla de un vínculo que ya no existe. Recuperar el juego hoy no es solo cuestión de dinero; es imposible recuperar esa etapa o a esa persona.
A día de hoy, si cierro los ojos, puedo recordar el sticker amarillo y el peso del cartucho de Donkey Kong 64 que, siendo un niño, presté a un amigo del colegio para que pudiera avanzar en el nivel de Gloomy Galleon. Juró devolverlo en una semana. Pasó el verano, las Navidades, y el curso terminó. Nunca lo devolvió, y con los años, la amistad se diluyó. No es un juego difícil de conseguir ahora, pero nunca será mi Donkey Kong 64. Esa copia, con sus partidas guardadas y su historia, se perdió para siempre, y el dolor de esa traición adolescente todavía se siente al verlo en una estantería. Si quieres recordar por qué juegos como este nos obsesionaban, repasamos cuáles son los 25 mejores juegos que nos dejó la consola de 64 bits de Nintendo.

La pérdida material: el error de cálculo
Aquí entra el factor económico y la ignorancia adolescente. Vendimos la colección de juegos de GameCube para comprar la PS3, o desestimamos el valor de las cajas originales y los manuales. Hoy, vemos cómo copias completas de juegos como Fire Emblem: Path of Radiance o el primer Xenoblade Chronicles se cotizan a precios absurdos.
No es un problema de no poder comprar el juego de nuevo; de hecho, muchos de esos clásicos están disponibles digitalmente en la nueva consola (consulta aquí la lista completa y actualizada de juegos de Nintendo 64 en Nintendo Switch 2), pero es el arrepentimiento de haber tenido el tesoro en nuestras manos y haberlo desechado por una decisión precipitada. Es la parábola del valor que solo se aprecia cuando se pierde.
La pérdida digital y la discontinuidad (el «efecto P.T.»)
Este fenomeno es moderno y a menudo el más frustrante, ya que el juego existe, pero está bloqueado por decisiones empresariales o tecnológicas. Esto es lo que se asemeja al fenómeno con los libros descatalogados: la discontinuidad.
Juegos que existieron solo en formato digital y que fueron retirados de las tiendas, haciéndolos imposibles de conseguir para las nuevas generaciones. El caso más famoso es el de P.T., la demo jugable de Silent Hills, que se convirtió en una leyenda de culto por haber sido borrada de las tiendas de PlayStation. En Nintendo, lo vemos con juegos del Canal WiiWare o DSiWare que no llegaron a la eShop de Switch, o licencias que simplemente desaparecen. El juego no se pierde, sino que la puerta de acceso se sella para siempre.

¿Por qué ese juego perdido nos atormenta más que uno que sí tenemos en la estantería?
La clave es la idealización. Al ser inaccesible, el juego perdido nunca tuvo la oportunidad de decepcionarnos. Recordamos sus mejores momentos, sus gráficos pioneros o esa sensación de misterio que aún no habíamos resuelto. El juego se mantiene en nuestra memoria como un símbolo de una época o una amistad idealizada. No es un juego; es una cápsula del tiempo que nos recuerda la fragilidad de nuestras posesiones y la fugacidad de las conexiones de nuestra juventud. Es la prueba de que, a veces, el juego más valioso no es el que terminamos, sino el que nos obligaron a dejar a medias.
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