
Hay algo en cierto modo inconfesable en sentarse frente al primer episodio de esta tercera temporada de Fundación. Es ese susurro que me recuerda que llevo toda una vida esperando ver esto desde que leí los libros de niño. No por la fidelidad exacta a las palabras de Asimov - que esta serie nunca pretendió ofrecer - sino por el milagro más raro y valioso que puede regalarnos la ciencia ficción: la sensación de que al otro lado de la pantalla, lo imposible ha cobrado vida. Fundación siempre fue eso. Un mapa trazado a miles de años en el futuro que, como todos los mapas importantes, habla menos de los territorios y más del modo en que los humanos aprendemos - o no - a vivir con el caos.
Desde que Apple se atrevió a adaptar uno de los pilares más inabarcables de la ciencia ficción escrita, su reto fue mayor que cualquier otro. No se trataba solo de traducir un universo rico de un imperio engreído, predicciones matemáticas y crisis galácticas, sino de encontrar el pulso emocional que late bajo sus frías ecuaciones. Porque Fundación, en los libros, no era una historia de héroes. Era una historia de civilizaciones que caen, de estructuras que se pudren desde dentro, de planes que se escriben sobre los huesos del pasado. Era - y sigue siendo - una narrativa sin centro, sin promesas, sin finales felices. Una ciencia ficción construida no desde la épica, sino desde la estadística. Y sin embargo, profundamente humana.
Ver esta tercera temporada es como mirar a través de un cristal empañado por siglos de historia, donde cada decisión individual parece insignificante frente al inmenso peso de la predicción. Y ahí está el milagro: que, a pesar de eso, nos importe. Que sigamos preguntándonos si Hari Seldon tenía razón. Que suframos con Gaal Dornick, que nos asombremos con la fragilidad de un Imperio diseñado para durar milenios, pero que se resquebraja en silencio, como el hielo bajo nuestros pies.
El Mulo y el momento en que todo tiembla

Es profundamente inquietante el modo en que esta temporada introduce al Mulo, el personaje sobre el que se construye esta temporada y pieza esencial de los libros que muchos esperábamos ver por fin en pantalla. No solo por su capacidad mental, ni por su mirada vacía o su sadismo controlado. Lo perturbador es lo que representa. Porque hasta ahora, Fundación se había movido bajo la ley de las probabilidades. La psicohistoria, esa idea imposible de Asimov que mezcla sociología, estadística y una pizca de esperanza, funcionaba como una brújula en medio del caos. Pero el Mulo es una variable que no puede calcularse. Un error. Una grieta. Es el puñetazo que rompe la cara de un plan diseñado para mil años.
La irrupción del Mulo rompe la lógica de la psicohistoria y convierte a Fundación en un juego impredecible. A su vez, los Cleones y Demerzel aportan capas de complejidad al drama del poder y la identidad
Su irrupción en el tablero no solo cambia las reglas, las destruye. Se convierte en el primer personaje que no está ahí para interpretar el guion, sino para reescribirlo. Y eso provoca una tensión única, porque esta vez, ni siquiera el propio Hari - en sus múltiples versiones, proyecciones y copias - parece saber cómo resolverlo. Es, por fin, el antagonista que esta serie necesitaba. No porque sea más fuerte o más cruel, sino porque nos recuerda que la historia, como el universo - como la propia vida - no siempre es predecible. Y eso, en una serie como Fundación, es lo más peligroso de todo.
El resto del reparto gira como satélites alrededor de este nuevo sol oscuro. Los Cleones, divididos entre el deber y la disidencia, siguen evolucionando como los personajes más trágicamente fascinantes de la serie. Cada uno de ellos refleja una versión distinta del poder absoluto: el joven que quiere cambiar, el adulto que se aferra a lo establecido, el anciano que ya no espera nada. Y en el centro de todos ellos, como un eco de los antiguos dioses, sigue Demerzel. Fría, calculadora, y sin embargo, cada vez más humana. Su historia es la que probablemente Asimov nunca habría escrito. Pero, sin embargo, funciona radicalmente bien en la trama.
Una ciencia ficción que no olvida lo que significa imaginar

Hay algo extraordinario en esta tercera temporada que va más allá del guión o los efectos especiales. Es la manera en que la serie se permite habitar sus propios espacios. Desde los planetas nuevos hasta los resquicios de la memoria de sus personajes, todo está tratado con un respeto casi litúrgico. Aquí no hay saltos gratuitos ni diálogos que se expliquen solos. Hay que prestar atención. Hay que mirar más de una vez. Hay que recordar. Y eso es lo que más se parece a leer los libros originales: ese esfuerzo, casi físico, por comprender lo que está pasando en un universo que se mueve por reglas ajenas a nuestra lógica.
La tercera temporada de Fundación exige atención y compromiso, pero a cambio ofrece una experiencia única que recupera el espíritu reflexivo y desafiante de la ciencia ficción clásica de Asimov
Esta no es una serie que busque explicarse para todos. Es una serie que exige compromiso. Pero a cambio, ofrece una recompensa escasa en la televisión actual: la sensación de estar viendo algo que no se repite. Algo que no puedes ver de fondo mientras haces otra cosa. Algo que, si te atrapa, te lleva a un lugar completamente nuevo. Y ahí, en ese lugar, se vuelve a sentir el eco de lo que significaba la ciencia ficción cuando Asimov la escribía: una forma de mirar el presente con la excusa del futuro.
Porque Fundación, en su esencia más pura, no va sobre imperios galácticos ni sobre clones ni sobre inteligencias artificiales. Va sobre cómo reaccionamos ante la certeza de nuestra decadencia. Sobre cómo decidimos actuar cuando ya sabemos que el futuro está escrito. Y sobre cómo, incluso en ese futuro trazado por ecuaciones, puede surgir una chispa de algo que no estaba previsto. Una decisión. Un error. Un ser humano.
El futuro ya está aquí, y no se parece a nada

No sé cuántas veces habré leído la trilogía original de Fundación. Siempre me ha parecido que en sus páginas había algo más que ciencia o política. Había una tristeza contenida, una especie de reconocimiento de que la civilización, por más brillante que parezca, siempre está a un parpadeo de su fin. Esta temporada logra captar eso con una precisión casi dolorosa. Es melancólica, es cerebral, es despiadada. Y sin embargo, es también profundamente emocionante.
Quizás por eso esta tercera temporada funciona tan bien: porque ya no intenta convencernos de nada. Simplemente nos deja mirar. Nos convierte en testigos de una historia que, como las mejores, no necesita explicarse para ser entendida. Solo necesita sentirse. Y lo que sentimos es que estamos ante algo importante. Algo que - como los grandes monumentos enterrados en el tiempo - permanecerá cuando muchas otras series hayan sido olvidadas.
Esta temporada captura con fuerza la melancolía y grandeza de los libros, ofreciendo una experiencia emocional y narrativa tan poderosa que se impone como un nuevo punto de partida para la serie
Ver esta tercera temporada no es ya una recomendación amable para quienes han seguido la serie desde su inicio, ni una sugerencia cautelosa para los que quedaron a medio camino entre la admiración estética y la confusión narrativa de las primeras entregas. Es, sencillamente, un imperativo. Una llamada a voces para todos los que alguna vez se sintieron fascinados por la idea de que la ciencia ficción no solo puede contar el porvenir, sino que puede hacerlo con una belleza tan precisa, tan medida, tan emocionalmente devastadora, que resulta imposible no rendirse a su evidencia. Incluso si no viste las temporadas anteriores - o si no lograron atraparte del todo - esta tercera entrega posee la claridad, el ritmo y la fuerza emocional necesarias para convertirse en el nuevo punto de entrada, el verdadero comienzo de algo que para mi la sitúa en uno de los momentos clave de la narrativa en la pequeña pantalla.

Pocas veces una serie se reinventa sin traicionarse. Pocas veces se toma tanto tiempo en construir sus cimientos para luego, de golpe, alzarse con semejante solidez y sentido del asombro. Esta temporada no necesita justificaciones, no pide paciencia, no suplica atención: la merece desde su primer plano, desde su primera línea de diálogo, desde la primera aparición de ese Mulo imposible que tuerce el destino con una mirada. No importa si no recuerdas cada giro argumental previo ni si los nombres se te escapan como arena entre los dedos: lo que importa es lo que vas a sentir al ver esta historia desplegarse ante tus ojos, con la serenidad y la grandeza de las obras que saben que han nacido para dejar huella. No hay otra serie como esta. Ya no hay excusa para no verla.
Fundación se reinventa con grandeza en su tercera temporada, convirtiéndose en una verdadera adaptación espiritual del legado de Asimov y en una obra única dentro de la ciencia ficción actual en la pequeña pantalla
En un panorama donde la ciencia ficción muchas veces se limita a repetir o a buscar la próxima gran explosión, Fundación elige otro camino. Elige la complejidad. Elige el tiempo. Elige los silencios. Y al hacerlo, se convierte en algo que trasciende su medio. Se convierte, por fin puedo decirlo, en una verdadera adaptación espiritual del legado de Asimov.
Y eso, créeme, no es poca cosa.
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La noticia Fundación puede ser mejor serie que vas a ver este año. La tercera temporada es una absoluta obra maestra fue publicada originalmente en Applesfera por Pedro Aznar .
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